Pareidolias, ciencia y negocios

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Con cierta frecuencia y relativa exactitud, todos creemos reconocer rostros o figuras en manchas de la pared, rocas del camino, nubes o la forma de un árbol. Este fenómeno que percibe ojos, bocas y rostros en sitios donde obviamente no los hay, se llama pareidolia y junto con la apofenia y otros muchos sesgos cognitivos constituye el ángulo ciego de nuestra percepción de la realidad.

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La pareidolia explica ese símbolo sonriente : ) , arquetipo del marketing de los años 70 y el underground de los 80 y que generó un nuevo lenguaje de signos en los nuevos sistemas de comunicación electrónica del siglo XXI que conecta con los jeroglíficos egipcios o los ideogramas chinos de hace 50 siglos, nada menos… y no es raro que así sea ya que la causa del mismo proviene de nuestra predisposición genética a reconocer aquello que guardamos en la memoria y especialmente los rostros, consecuencia de millones de años de evolución social desde los primates.

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Opiniones serias sugieren que el fenómeno de la pareidolia podría estar en el origen de muchas de nuestras creencias irracionales, mágicas o religiosas. La imagen de un ser divino en una piedra o el tronco de un árbol podría haber iniciado la tradición de un lugar mágico o sagrado y la plasmación física de un culto. La no explicación de un fenómeno se ha traducido siempre en clave de magia o religión, así ha sido desde el origen de los tiempos. La famosa 3ª ley de Arthur Clarke al respecto es que «Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia».(*)

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Conocemos la realidad primeramente por la percepción de los sentidos y a a continuación, través de la conversión de los estímulos percibidos en nuevos conocimientos, basados en los anteriores. El sistema funciona relativamente bien si no se le exige mucho, pero si queremos conocer el mundo de verdad tendremos que advertir sus debilidades.

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El primer problema es que nuestros sentidos son engañados con facilidad. Lo sabemos desde niños cuando nos fascinaban ilusiones visuales que nos hacían creer que una chica joven era también una vieja o que un dibujo estático parecía moverse en nuestros ojos. Incluso a los adultos, que saben que se trata de un engaño, les sigue resultando fascinante ver algo que ocurre, aunque sepan que en realidad no es así.

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El segundo problema es que el mecanismo de conversión de la percepción sensorial en conocimiento utiliza ideas y referentes de contraste previamente fijados que no tienen necesariamente que responder a la verdad, ya que provienen de experiencias falseadas por nuestra mente por mecanismos instintivos o prejuicios inducidos por la sociedad y la cultura donde nos hemos educado mediante consistentes procesos de formación y socialización.

Para rematarlo, nuestra forma de razonar tiene bastantes limitaciones y es muy fácil caer en la falacia y el error. Podemos entender entonces las pareidolias como prejuicios de nuestra percepción sensorial reforzadas por la necesidad de reconocer el entorno del modo más rápido posible, aunque esto suponga caer en errores una y otra vez.

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Pero tanta limitación tuvo al fin un atisbo de luz con el descubrimiento del método científico. Uno de los grandes méritos de la ciencia -entre muchos- es el de haber elaborado un mecanismo objetivo y colectivo de conversión óptima de la percepción en conocimiento que resulta ser lo más cerca que estamos de la verdad en un momento dado. Es por esto que equiparar ciencia a creencia es uno de los mayores errores que podemos cometer y habitualmente constataremos que se trata de una idea interesada, con propósitos poco buenos.

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Vale, todo esto es interesante, ¿pero importa realmente o es solo filosofía recreativa?

Como suele decirse en estos tiempos, “importante no: lo siguiente”. Cualquier acción y objetivo que nos ocupe, tanto a nivel personal como dentro de nuestras empresas y organizaciones depende directamente de la percepción que tenemos de la realidad. El éxito en los negocios, la elección de la mejor opción política, el diseño de una organización óptima o la eficacia de las medidas de la administración y, desde luego, nuestras alegrías cotidianas, pequeñas y grandes, dependen completamente de como entendemos que son las cosas en realidad y de lo acertado que sea ese entendimiento.

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Si advertimos la cantidad de pareidolias de todo tipo que creemos ver a diario nuestras ideas se volverán auténticas y eficaces. Y no me refiero solo a estas anécdotas visuales, sino a las impresiones que damos por ciertas sin pensarlo dos veces. Bien por costumbre, por pereza o por preferir creencia a ciencia de manera inconsciente -o interesada- introducimos en nuestra visión diaria del mundo y en las acciones que realizamos, infinidad de espejismos, datos erróneos, falsas realidades (bonito oxímoron, por cierto).

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Metafóricamente, si pensamos que la cima de una montaña es la efigie de un indio o que esa mancha en la tostada es un mensaje del más allá, las decisiones que incorporen esos datos estarán forzosamente equivocadas. Aunque siempre quede margen para la casualidad, estos tiempos de compromiso y competitividad global requieren de la mayor precisión para obtener el mejor resultado. Queda también la necesidad individual e innata de investigar la realidad, de conocer la verdad de las cosas.

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¿Y como conocer la verdad “verdadera”? ¿como combinarla con nuestras emociones para que esa realidad sea más auténtica y operativa, sin desvirtuarla? Como escribió Antonio Machado:

“Tu verdad no, la verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”

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(*) Arthur C. Clarke (1917-2008), conocido escritor británico de ciencia ficción y divulgador científico, » formuló tres leyes relacionadas con el avance científico:

1.ª Cuando un científico eminente pero anciano afirma que algo es posible, es casi seguro que tiene razón. Cuando afirma que algo es imposible, muy probablemente está equivocado.
2.ª La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible.
3.ª Toda tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.

Un extracto de este artículo se publicó en la revista PLAZA del mes de junio de 2015.

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