«Miles de personas han sobrevivido sin amor; ninguna sin agua»
W.H.Auden
La economía trata de los bienes escasos y en el verano mediterráneo pocas cosas parecen más escasas y valiosas que el agua. Como cantaba aquella estrofa de Labordeta: “…que luego en el mes de agosto no suelta el agua ni Dios”.
El agua es necesaria para vivir y de ella está hecho casi todo nuestro cuerpo. Es por esto que la historia humana ha acontecido cerca o alrededor del agua. Las primeras civilizaciones aparecieron junto a los grandes cursos fluviales, en China, India, Mesopotamia y Egipto, valles fértiles a lo largo de ríos contenidos por grandes desiertos y zonas montañosas. Estas civilizaciones surgieron en paralelo a la explosión demográfica que tuvo lugar como consecuencia de la revolución neolítica, la aparición de núcleos comerciales y el desarrollo de grandes ciudades.
La agricultura como innovación disruptiva ocasionó la aparición de muchas más cosas, entre ellas el estado, como reflejo de la concentración de poder y recursos que requería la gestión de unas cosechas y unos mercados de cada vez mayor escala. Porque el motor de todo eso, la revolución agrícola, necesitaba agua, canales de regadío, infraestructuras, leyes y gobernantes.
De acuerdo con el historiador y sociólogo Karl August Wittfogel, esta movilización de recursos para obtener y aprovechar el agua implicó una organización estatal compleja, con la aparición de reyes, burocracia y ejércitos, una importante división social y un control social basado en el poder absoluto, lo que denominó “despotismo oriental”, ya que estas civilizaciones nacieron en Asia y Medio Oriente.
Occidente quedó al margen de este sistema porque gracias a sus condiciones geográficas la agricultura en Europa no necesitó de grandes obras hidráulicas y el progreso económico vino de la mano del comercio y la industria.
La era moderna se fundó en la libertad de invertir y comerciar en un modo de producción descentralizado y no necesariamente despótico, salvo lo que el imperialismo aplicó sin problemas en otros continentes. La tesis de Wittfogel, ni aceptada ni rechazada, surgió en el mundo de la guerra fría, donde se señalaba a la URSS y a China como ejemplos contemporáneos de aquel despotismo oriental adaptado a los tiempos, con idénticas causas y consecuencias.
La moraleja de la teoría es que todo progreso conlleva un amenaza, en el plano personal, social y cultural, idea que todos compartimos en el pensamiento colectivo. Cambios importantes en nuestra forma de producir derivados de necesidades demográficas o desafíos tecnológicos, requieren de una importante cantidad de recursos ordenados a un fin y esa concentración de poder implica el riesgo de que ese poder se convierta en un poder sin límites, sujeto al abuso, la injusticia o la corrupción. Y por esto también a este mecanismo se le denominó la trampa hidráulica.
Es sorprendente lo próxima que resultan estas ideas a nuestra propia sociedad, nuestra cultura -algo oriental también- y nuestra historia reciente. Una sociedad que siempre vivió del agua, que dispuso de infraestructuras desde la época romana y árabe, que dictó normas legales y creó instituciones como el Tribunal de las Aguas, patrimonio cultural de la humanidad.
Una sociedad donde la política mal entendida, un despotismo local, pretendió que el agua fuera motivo de disputa por motivos diferentes a los propios de la necesidad de su abastecimiento y uso, donde no se ha estudiado bastante acerca de infraestructuras óptimas y el uso de energías limpias, donde desaladoras, trasvases y una mayor eficiencia son igual de necesarios y suficientes. Donde la corrupción asentada podría parasitar los recursos necesarios para solucionar los problemas causados por la necesidad de agua y desviar nuestras razonables y justas aspiraciones.
Una sociedad abierta, innovadora y emprendedora, que no ha caído y espero no caiga nunca, en la trampa hidráulica.
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* Un extracto de este artículo fue publicado en la revista PLAZA del mes de septiembre de 2016.