Las neuronas de la persuasión

Un asunto polémico que rodea la frontera de conocimiento entre las ciencias sociales y las ciencias físicas es determinar si la identidad y las acciones que desplegamos los humanos se deben a una base biológica heredada o por el contrario son fruto del aprendizaje y la socialización.

Si son los genes o nuestra educación lo que nos hacen ser como somos es un dilema similar a saber si fue primero el huevo o la gallina. Como la figura del yin y el yang, ambas ocurren y se definen mutuamente así que separar biología o educación es un espejismo taxonómico.

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Descubrimientos recientes han vuelto a poner sobre la mesa la importancia de la biología, no sólo en la medida que los genes transmiten comportamientos “preinstalados” sino también como condicionantes de la forma en que aprendemos y nos relacionamos, lo que confirma la dificultad de diferenciar entre lo innato y lo adquirido.

En 1996, unos investigadores italianos de la universidad de Parma dirigidos por el profesor Giacomo Rizzolatti descubrieron la existencia de las neuronas espejo, aparentemente responsables de la empatía humana. Estas neuronas sirven para reconocer los gestos y las acciones de los otros y capacitan a los individuos a emular comportamientos.

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Bien llamadas así, las neuronas espejo permiten vernos a nosotros mismos en los otros, entender los símbolos que transmiten y responder mediante imitación, que es la base del aprendizaje. El lenguaje, la comunicación y la cohesión social se basarían en la existencia de este mecanismo especializado, capaz de interpretar significados y de traducirlos en comportamiento inconsciente.

Aunque juegan su papel en el control social, donde las neuronas espejo se muestran especialmente efectivas es en las distancias cortas. No en vano la evolución nos ha hecho seres sociales en la comunicación personal y cercana. Un conocido estudio de la universidad de Cornell en EEUU confirma este poder de proximidad: una petición realizada mirando a los ojos a una persona es 34 veces más efectiva que si esa petición se realiza por escrito.

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Además de mirar a los ojos, hay otras muchas técnicas de persuasión que resultan tan sencillas como efectivas. Unas llaman a la razón, otras a las emociones, siempre más efectivas que las primeras. Y todas evocan mecanismos inconscientes a través de las neuronas espejo.

El matemático Jake Porway, presentador del programa The Numbers Game concluye que existen 6 claves de persuasión de éxito asegurado. Tomen nota por si quieren usarlas… o evitarlas.

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La primera llave para convencer es dar un motivo Ofrezca una causa para algo y obtendrá un 94% de ventaja respecto a solo un por favor. Cuide su forma de vestir, un traje le hace 3,5 veces más fiable y le identifica como figura de autoridad. Acompañe su argumentación de un elemento gráfico, cualquier prueba visual o física eleva un 43% su capacidad persuasiva respecto a una declaración oral.

Hable rápido ya que será más creíble que con una declaración pausada. La velocidad de un discurso anula críticas y bloquea resistencias. Utilice expresiones faciales, movimiento de manos y brazos, posición del cuerpo. El lenguaje corporal transmite el 80% de los contenidos en una conversación cara a cara y despierta significados más potentes.

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Y finalmente, 100 puntos más si es mujer y lleva gafas o si es hombre y luce barba. Las gafas atribuyen esfuerzo y conocimiento y la barba ha sido siempre símbolo de sabiduría y madurez. Los estudios confirman que la gente atribuye más credibilidad a quienes las llevan.

Y son las neuronas espejo las nos hacen fiarnos de los expertos y de sus estudios.

Artículo publicado en la revista PLAZA en el número de julio de 2017.

 

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La teoría del pequeño empujón

La historia humana suele contarse como la crónica de la lucha por el poder. En las escuelas se enseñan batallas, cabecillas y como las fronteras de los imperios cambiaron a lo largo del tiempo por una sola causa: el poder. El anillo único, el trono de hierro… ya saben.

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Poder es la capacidad de controlar las acciones de otros. Esto se aplica a cualquier orden de la vida, no solo a la política, sino también al marketing, a las relaciones laborales, al deporte o a conseguir que un hijo acabe su cena. Incluso podemos aplicar esa voluntad de influir en la acción a nuestra propia persona y hablar de autocontrol, autoayuda o de vencer la procrastinación.

El poder sobre los otros se ha ejercido de muchas maneras a lo largo de los siglos y los hechos nos muestran que a menudo ha sido por métodos brutales y violentos, con el uso indiscriminado y criminal de la fuerza física y la coacción. A lo largo del mundo, huesos y mazmorras de todas las épocas nos hablan de este drama milenario.

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Aunque seguimos viendo este lado oscuro del poder, sobre todo en televisión a la hora de comer, tenemos también indicios de que debemos ser optimistas y pensar en los avances históricos de la humanidad, como el que supuso la división de poderes y el advenimiento de los derechos ciudadanos. Porque el poder no necesariamente ha de ser ejercido mediante porrazos sino también por el consenso, el pacto y el buen uso de la psicología.

Lo mismo debieron pensar los profesores Richard Thaler y Cass Sunstein que, profundizando en una de las claves de la antropología aplicada -el estudio del comportamiento económico-  elaboraron lo que se conoce como la teoría del pequeño empujón.

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Según estos autores, la mayoría de las acciones dirigidas a influir en la conducta de los demás son mucho más efectivas si se utilizan técnicas de persuasión o de incentivos; en vez de una orden, mejor una indicación, un sutil empujoncito – nudge, en inglés – que sería ese golpe con el codo que se hace de manera cómplice a un colega para animarle a actuar.

Inspirados en la teoría de Kahneman del doble mecanismo de pensamiento, argumentan que la mente humana actúa normalmente con procesos automáticos sobre los que se puede y se debe actuar; el otro sistema, el reflexivo, es muy poco habitual y encuentra el camino correcto por sí mismo. La adecuada gestión de estos automatismos sería la clave de la política, de la economía, de las relaciones humanas y del buen funcionamiento de la sociedad en general.

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Utilizar este paternalismo libertario tiene además otras muchas ventajas. Necesita muy pocos recursos para su puesta en práctica y ahorra costes y consecuencias negativas respecto de los daños directos e indirectos que siempre provocan las políticas de ordeno y mando.

Hoy pocas empresas practican políticas de “esto es lo que hay”: el cliente es el jefe, los consumidores inspiran la producción, avanza el marketing 4.0, la competitividad se basa en proporcionar a los compradores una buena experiencia y generar nuevas compras basadas en sutiles o evidentes recompensas.

Thaler y Sunstein asesoraron las políticas de Obama durante sus años de mandato, que se desarrollaron de manera efectiva pero sin estridencias. Al menos en los planos económico y diplomático los EEUU sortearon la crisis de mejor manera que Europa y seguramente esos pequeños empujones no fueron ajenos a su éxito político y a su reelección en 2012.

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Sin embargo, en estos tiempos inciertos, parecen surgir amenazas cuando ese pequeño empujón quiere sustituirse en algunos imperios por una política hostil y excluyente. Inquieta que mientras las empresas practican cada vez más la sutileza y el nudge y en el plano económico los clientes parecen más soberanos que nunca, en el plano político algunos votantes crean que el problema es la solución y se deciden por opciones que recuerdan el pasado más oscuro.

Es lo que tiene el miedo, que suele inclinarse por las decisiones basadas en la exclusión y los “trumpicones”.  

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* Un extracto de este artículo fue publicado en el número de junio de 2017 de la revista PLAZA. Por casualidad, el profesor Richard Thaler recibió el premio nobel de Economía en el mes de octubre de 2017 por su contribución al conocimiento del comportamiento real de los agentes económicos y de la aparente falta de racionalidad en sus decisiones. Una venturosa coincidencia.

 

El marketing que regalan los clientes

El que regala bien vende
si el que recibe lo entiende
Proverbio español

Ya deben saber que vivimos en el mundo 2.0. Aunque algunos afirmen estar ya en el 4.0, parece razonable admitir hoy el 2.0 como promedio. Sus características definitorias son la universalidad de la información, su inmediatez, una relativa libertad de opinión y la conectividad entre individuos y organizaciones que permite la creación de redes masivas y complejas.

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El mundo 2.0 nos brinda la oportunidad de acercarnos a las condiciones de competencia perfecta que era la base de las teorías económicas clásicas. Espacios que no existían son ahora posibles, un mundo fluido y sin distancias con individuos que interactúan entre ellos y donde la suma es mayor que el todo.

La cosa empezó a finales del siglo pasado, con la expansión de internet. Sus usuarios se agrupaban de acuerdo a sus intereses o aficiones en sitios especializados donde buscar información y contacto y donde se producía retroalimentación, el carácter definitorio de esta nueva sociedad. Apareció el manifiesto Cluetrain y su proclama rotuló la nueva era: los mercados son conversaciones.

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Gracias a estos nuevos espacios, empresas y organizaciones pudieron conocer las opiniones de sus clientes y seguidores directamente y en tiempo real. Porque lo importante ahora son los mensajes cruzados que dan lugar a relaciones y a más información y a la obtención de datos a gran escala que mezclados con otros forman esa incertidumbre llamada Big Data.

Antes, la empresa obtenía información del mercado mediante encuestas o por sus ingresos. El lanzamiento de un producto era una apuesta esperando un premio en forma de ventas. En el mercado actual los usuarios transforman el proceso: comentan productos que todavía no existen, reclaman novedades, critican con el rigor -y en ocasiones el desvarío- que proporcionan el anonimato de la red y la disonancia perceptiva del mundo virtual.

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Las empresas deberían agradecer esta aparente pérdida de control, que en realidad les fortalece un flanco poco atendido. Ahora las empresas y organizaciones pueden acertar y tener más éxito si se alinean con las opiniones de sus seguidores.

Los consumidores desconfían de los trucos de una publicidad desacreditada pero sí que creen en los consejos de los expertos, llamados ahora influencers, compradores como nosotros al fin y al cabo. Referentes de compradores, creadores de opinión con la reputación y objetividad que los consumidores no detectan en el marketing convencional. Y no parecen querer vendernos nada salvo verdad a cambio de algo de narcisismo.

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Al interaccionar interesados y expertos se crean nuevas opiniones que se traducen en valoraciones y éstas directamente en euros recogidos en la cuenta de resultados. Los comentarios son un tesoro para las empresas que saben entenderlos.

La crítica de un cliente es mucho más valiosa que su condescendencia, a menudo más un signo de educación que de sinceridad. Eliminado el ruido de trolls y haters, las críticas manifiestan síntomas, señales claras de lo que es correcto y de lo que no. El hecho de que una empresa como Mercadona llame “el jefe” a sus clientes, es uno de los mejores ejemplos de este planteamiento.

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Monetizar las opiniones mediante el marketing óptimo requiere de un adecuado proceso de interpretación y asimilación que permita incorporar los deseos de los clientes a la oferta, haciendo que la empresa aumente sus ventas y asegure su futuro.

Y la interpretación es análisis cualitativo, símbolo y explicación cultural. Ya ven, en el mundo 2.0 la prosperidad y el empleo son una cuestión de cultura y opiniones bien entendidas.

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Pueden consultar más contenidos sobre este mismo asunto en otro articulo de este mismo blog. Una adaptación de este texto fue publicada en la revista PLAZA del mes de abril de 2017.

Autónimos: nosotros y ellos

Primero que nada les ruego que reparen en la primera palabra del título. Es autónimo, no autónomo, así que este artículo no habla de ese héroe de nuestro tiempo, emprendedor intrépido o trabajador por cuenta propia a la fuerza. Una letra hace la diferencia y esto trata de una cosa distinta.

El término autónimo hace referencia a la denominación de un grupo humano hacia sí mismo y también de cómo una comunidad determinada nombra la tierra que habita. Tiene relación con la etnología pero también con la lingüística y la psicología.

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Ya sabrán que cuando llamamos alemán a un habitante de Alemania, el afectado se llama a sí mismo deutsch y a su propio país Deutschland. Estas dos palabras son los autónimos mientras que el término que nosotros usamos para nombrarlos es el exónimo, el concepto opuesto. No solo cambia el idioma, también su significado.

Normalmente las denominaciones hacia otros pueblos, especialmente si existen relaciones de conflicto, reflejan hostilidad o desprecio. Esos mismos alemanes se conocían en diversos pueblos de Europa del este como nemet, un término que designaba a quien no sabe hablar o no entiende lo que se le dice, un memo vaya: un clásico en la creación de exónimos a lo largo del mundo. Como gabacho en España o gallego en Argentina.

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Si ha utilizado alguna vez las palabras esquimal o lapón debería saber que se trata de denominaciones peyorativas empleadas por los pueblos vecinos de los inuits y los saami, autónimos éstos de los pueblos que viven en el ártico y en el norte de Escandinavia respectivamente. La palabra bereber proviene del término griego bárbaro, que venía a significar más o menos lo mismo que lapón: extranjero, periférico, atrasado… La palabra correcta es amazigh, el autónimo con que la población originaria del Magreb se nombra a sí misma.

El tema puede parecer un divertimento académico sin trascendencia pero ya habrán supuesto que esconde una cuestión de gran enjundia. Las palabras están en la misma creación del mundo, como los grandes libros nos advierten. Quien utiliza determinadas palabras crea un espacio propio de poder y al tiempo ejerce sobre otros el poder que crea.

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Los grupos sociales, desde la familia a la nación estado pasando por el clan o la tribu tienen una vida interior muy semejante a los organismos biológicos. Como las células, necesitan de una membrana que los separe del exterior y les de identidad y pervivencia. Hay que separar lo que es de lo que no y para eso los humanos usan las palabras, para marcar claramente quienes somos nosotros y quienes son “los otros”.

En estos tiempos de muros y alambradas, desde el Danubio a Río Grande, pasando por todos los mares, membranas de metal y cemento pretenden dejar fuera a quienes no son nosotros. Y esta necesidad de separación obedece a nuestras debilidades y a las conveniencias del poder que dicta nuestro diccionario social.

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La historia enseña un sinfín de ejemplos de sociedades en crisis que utilizaron el miedo y la xenofobia como herramienta de dominio y control social, la mayoría de las cuales acabó mal; y también de como, donde se produjo lo contrario, se crearon sociedades modernas donde triunfó la libertad y el progreso. Recuerde la trampa de creer en nosotros y ellos, en juzgar la bondad o la maldad en función de una frontera o una diferencia cultural.

Porque la diferencia entre nosotros y ellos no es más que una mera palabra o incluso una simple letra, tan pequeña e irreal como podamos imaginar.

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Artículo publicado en el número de febrero de 2017 en la revista PLAZA.

La fe y el populismo

Tener fe significa no querer saber la verdad 
Friedrich Nietzsche

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Los refranes y las frases famosas condensan un conocimiento milenario del que a menudo conviene dudar. Por ejemplo, eso de que “la fe mueve montañas”. La fe, es decir, creer lo que no se puede demostrar y posiblemente no exista.

En realidad Mateo Leví, recaudador de impuestos y luego evangelista conocido como San Mateo, escribió: “si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: pásate de aquí allá y se pasará”.  Claro que cuesta creer que la fe, sin más, es capaz de tal hazaña. Pero hay bastante de verdad en la frase si nos atenemos al simbolismo y no literalmente a lo del monte. Aunque el símbolo, como significante, es razón y no fe.

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Parecía que tras la victoria de la razón hace ya más de dos siglos, la superstición iría desapareciendo como la noche al salir el sol. Nada debería superar el poder de la ciencia, demostrado con el conocimiento de las leyes naturales y el despliegue exponencial de tecnologías que alcanzan y construyen nuestra experiencia cotidiana.

A diferencia de la magia o la religión, que requieren de intermediarios, la tecnología forma parte de la vida y el uso diario de casi todos. El mundo moderno está hecho de invenciones que funcionan y responden a mecanismos predecibles basados en leyes científicas y no a eventuales conjuros de gente con poderes.

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Pero la superstición no desaparece, se transforma y a menudo se expande. La realidad es la que es pero sus interpretaciones no se explican racionalmente sino a través de las creencias personales que, aunque parezcan originales de cada cual, normalmente vienen contagiadas por las de otros.

Así tenemos la fuerza de los creacionistas, el eco de los conspiranoicos o el hecho sorprendente de que, para los poderes públicos, los telebrujos y los videntes no engañan a nadie, o estarían detenidos por estafadores. Y se desarrollan nuevas costumbres, que no dejan de calar hasta resultar creencias irracionales, como ese Halloween secundado en masa por la población, como una especie de carnaval gore global.

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Las creencias antiguas menguan y desaparecen solo para develar que otras nuevas vienen a sustituirlas con redoblada energía e idéntica sinrazón, mientras la verdad científica aguanta como puede en este antiguo e interminable conflicto.

Saber la verdad cuesta esfuerzo porque se basa en buscar y dudar mientras la creencia, en su cómoda y absurda certeza, nos permite aceptar el mundo y nos da estabilidad. La fe actúa como un sedante de la angustia humana como identificó Émile Durkheim, iniciando al tiempo la sociología como disciplina académica.

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Se cree lo que se quiere creer: platillos volantes, el chupacabras o fantasmas. En esa difusa frontera entre deseos y pesadillas, los humanos afloran miedos y esperanzas, mezclando sus instintos con una difusa lógica social. Paradójicamente, los humanos pretenden explicar la realidad a través de lo inexplicable.

La publicidad se apoya en este proceso, donde razonar sirve de poco o es contraproducente. Ya que pensar bloquea el impulso y modera la compra, hay que recurrir al instinto, al deseo o la fe. La razón es utilizada, a lo sumo, para justificarnos.

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La demagogia con marketing apoyada en la fe se llama populismo, un fenómeno antiguo que ahora acompaña al retorno de los brujos. En su acepción más peyorativa el populismo se basa en las creencias disparatadas de sus apoyos: los votos, como las compras, responden a lo irracional, incluso más ya que aquí la conexión con el dinero y lo material no es tan evidente.

El populismo triunfa utilizando los miedos derivados de la crisis, el temor al futuro y todo tipo de agravios y frustraciones individuales. Se prima el sentir sobre el pensar, se fomenta la pasión sobre la razón y se reaviva el machismo, la xenofobia o la entrega alienada a las convicciones más absurdas. Filosofías excluyentes cuyo exponente son ciertos personajes públicos o los políticos populistas que todos tenemos en mente.

Más populistas y detestables cuanto más alejados de nuestras creencias, lógicamente.

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Un extracto de este artículo fue publicado en la revista PLAZA del mes de diciembre de 2016.