Martin Cooper, director del equipo que desarrolló el primer teléfono celular (en su mano izquierda) para la empresa Motorola en 1973.
Según datos de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (ITU) publicados este verano, en el mundo existían 6 mil millones de líneas telefónicas móviles (celulares) activas a finales de 2011, lo que supone una penetración del 86% sobre la población mundial. El crecimiento en número de teléfonos móviles respecto a años anteriores es espectacular. Solo en la India, se dieron de alta 142 millones de líneas celulares nuevas en 2011, más del doble que en África y más que en los países árabes, estados de la antigua Unión Soviética y Europa juntos. Los datos acerca de líneas de banda ancha desvelan una implantación igualmente generalizada: más de 1.000 millones de líneas activas en todo el mundo, de las cuales, durante 2011, un 40% de las nuevas altas fueron de banda ancha móvil. El uso individual de internet, por otro lado, alcanza ya al 32,5% de la población mundial, con los países nórdicos como vanguardia, con más del 90% de la población conectada a la red.
Aunque hoy en día pueda parecernos normal que podamos establecer una comunicación móvil e instantánea, oral o escrita, en casi cualquier parte del mundo con casi cualquier persona, no deja de ser un hecho asombroso que hace tan solo unos años no podía imaginarse mas que por la ciencia ficción más atrevida. Y no solo podemos hablar o enviar mensajes escritos: podemos transmitir libros, fotografías, videos… en tiempo real. Y utilizar ese mismo terminal móvil para consultar todo tipo de datos en internet, acceder a nuestro hogar, nuestro banco, nuestro trabajo, a cualquier medio de comunicación, a cualquier empresa, a casi cualquier servicio. Una hazaña tecnológica, junto a otras tantas en el campo de la informática y las telecomunicaciones, con tantas repercusiones en el ámbito humano y tan importantes, que casi nunca reparamos en el nuevo mundo que eso supone.
Pero disponemos de otros datos predecibles y observables. Aunque estas tecnologías se presentan a menudo como humanizadas o de utilización intuitiva, nadie puede dudar que establecen una clara brecha– un gap– entre aquellos grupos de población que pueden acceder a las mismas, que han recibido formación o adquirido experiencia en su uso o que simplemente, por las características de sus diferentes formas de vida, han quedado hasta ahora al margen de la necesidad o del comercio de estas tecnologías. Hablamos en primer lugar de una barrera fundamentada en la edad. En segundo lugar de una barrera explicada por el aislamiento social o la falta de recursos para acceder a determinadas tecnologías o aspectos de la misma, que crea un verdadero analfabetismo tecnológico. Y todos estos grupos, en mayor o menor medida, tienen un serio problema ocasionado por la revolución digital.
Según un estudio recopilado por el Pew ResearchCenter’s Internet & American Life Project, que puede consultarse en este artículo, el uso de las nuevas tecnologías digitales entre la gente mayor es en muchos casos testimonial o muy reducido, incluso en una sociedad de alto componente tecnológico como EEUU. Solo el 43% de la población mayor de 65 años se conecta a internet en contraste con un 79% del conjunto y de esa población mayor solo un porcentaje muy reducido utiliza el acceso a internet para buscar información específica o interactuar con empresas o la administración. Y el fenómeno es mundial.
El otro día entré al mercado central y al echar mano al bolsillo me di cuenta que no había cogido dinero. Fui al cajero automático cercano y al entrar constaté que había una larga cola de gente esperando. El motivo de la espera eran dos personas, una de más de 70 años y otra también mayor y visiblemente poco acostumbrada a la interacción con el cajero. La entidad bancaria había sido integrada en otra recientemente y como consecuencia había cambiado la aplicación de pantalla del cajero automático para demandar saldo, reintegro o transferencia. Un cambio pequeño quizás, en la mente del diseñador, pero tan radical para la mente de los clientes que la confusión reina desde entonces entre los usuarios y las quejas son frecuentes. En el caso que les cuento, producía un efecto barrera y un bloqueo, además, que tenía efectos colaterales en todas las personas que esperaban en la cola.
La mayoría de usuarios medios habían llegado justo a conocer la interacción anterior pero esta nueva se le antojaba escrita en código máquina directamente: incomprensible, frustrante, inhabilitante, en especial para el colectivo menos habituado. Daba igual que fuera sábado y la oficina estuviera cerrada, porque un día laboral en horario de oficina la entidad no atiende extracciones por debajo de 500 euros salvo en el cajero automático. La brecha digital, el abismo tecnológico, apareció en toda su crudeza. Era tan palpable la existencia de una barrera excluyente difícilmente salvable que venían a la mente otras situaciones igualmente frustrantes: el acceso a las fuentes de información, a los centros de gestión de las empresas y a los trámites con la administración, el «diálogo» con electrodomésticos, el uso de móviles, la interpretación de ciertos términos y determinadas conversaciones…
El hombre siempre ha sido un animal protésico, siempre ha utilizado herramientas y precisamente el uso de las mismas es lo que consideramos intrínsecamente humano como diferencia con los animales no humanos (aunque sabemos de algunas especies de animales que efectivamente las utilizan). El uso de herramientas no es por tanto extraño al comportamiento y a la cultura sino todo lo contrario, ya que todas las formas de utensilios y mecanismos productivos o de interacción con la realidad son cultura en forma física. pero hasta ahora, en épocas pasadas, estos cambios eran de carácter progresivo y adaptativo y a menudo se extendían principalmente entre actividades o profesiones determinadas, a las que integraban y definían.
Pero ahora no, ahora la revolución digital se expande a toda velocidad y alcanza a la totalidad de la población, en todo espacio y ocasión, donde estés y a la hora que estés… Y además no hablamos de interacciones anecdóticas, excepcionales o fruto de consumo compulsivo. No, no… hablamos de la vida cotidiana, de las necesidades básicas, de las relaciones con la administración, con las empresas, con las otras personas, con la sociedad. Son las declaraciones y pago de impuestos, que de no realizarse adecuadamente implican multas o incluso penas de cárcel. Se trata de realizar operaciones con el censo, aquello tan antiguo que hasta salía en la Biblia. O de tramitar un cambio de titularidad de una vivienda o un vehículo. Se trata del pago y las altas y bajas del agua, la electricidad, el gas, el teléfono, seguros, banca y otros servicios reglamentados. Muchos ya no utilizan ni envían papel, recurren a correo electrónico, a la consulta en servidores centrales mediante cuentas de usuarios. Si alguien quiere recibos o comunicados sin atender una pantalla, debe buscarse su propio sistema de impresión. Porque cada vez más, desaparecen las oficinas físicas y solo existen números de teléfono, distantes y con líneas siempre ocupadas o direcciones de internet, que a menudo introducen al usuario en entornos frustrantes.
Y es el trabajo remoto, el regreso electrónico y digital del antiguo sistema putting-out, el que solo tiene como condicionante el coste de la comunicación y la mano de obra. Y es ubicar el centro de trabajo en casa, con empresas que han convertido los domicilios de sus subcontratados -con suerte sus empleados- en sus oficinas virtuales que no virtuosas. Y es el comercio. Un comercio que se denomina electrónico –e-commerce– pero que en realidad no hace falta calificar porque cada vez más son los otros los que tienen adjetivos: presencial, mall, boutique, autoservicio, gran almacén… casi todos los cuales también tienen presencia en el mundo electrónico, en el Comercio. Porque así como el comercio físico y con apellido es un comercio local o regional, el Comercio en la red es global, mundial, universal.
Este nuevo mundo establece una barrera demasiado grande en muchos casos y marca una línea bien visible entre lo actual y lo antiguo. El analfabetismo tecnológico lleva ya a una auténtica exclusión social, por la incapacidad de disponer de información y servicios o por la simple imposibilidad de acceder a gestiones públicas o privadas. La Seguridad Social de EEUU, por ejemplo, y con la intención de reducir costes, no enviará comunicados en papel a partir de mayo de 2013, todos los envíos y comunicaciones serán electrónicos. De los grupos comentados antes, el de las personas mayores es el más evidente en sufrir esta transformación, todos constatamos como familiares, vecinos o usuarios de servicios comunes se encuentran ante una realidad que desconocen y con la que no pueden interactuar. Les falta experiencia y conocimientos y además carecen en muchos casos de la capacidad de aprender.
Según el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), en esta década habrá en el mundo más de 1.000 millones de personas en el mundo que tendrán más de 60 años. En 1950 solo había 250 millones de personas por encima de esa edad, lo que da muestra del inmenso cambio poblacional experimentado en el mundo el último siglo. El informe recientemente elaborado por el Fondo habla de en que cada vez más paises, el consumo representado por los mayores, supera al de los jóvenes. No hablamos por tanto de que el abismo tecnológico sea un problema residual sino todo lo contrario. Bien es cierto que la población mayor de 60 años goza hoy de una mejor calidad de vida que podría permitir una vida laboral más prolongada, pero en general, desde el punto de vista del manejo de la tecnología, la citada frontera entre lo nuevo y lo antiguo está ahí como demuestra el estudio citado de PRCI&ALP, al revelar que la generación anterior de boomers (entre 45 y 65) presenta datos similares a la media de la población en el uso de tecnologías digitales.
Esta situación es real y evoluciona. La población envejece, los jóvenes de hoy serán los adultos de mañana, los adultos los ancianos y así fluirá la vida. Es posible que la exclusión tecnológica cambie radicalmente por generaciones o que el desarrollo de nuevas tecnologías por venir mantenga y extienda el mecanismo de exclusión que he comentado antes. Aunque al margen de la edad, pueden seguir produciéndose grupos de exclusión causados por ausencia de formación y capacitación.
Como todo dato demográfico de relevancia, esta gap tecnológico debe ser tenido muy en cuenta por las empresas y las organizaciones que deberán integrarlo en sus planes estratégicos y de marketing. El asunto es de tal magnitud que puede afectar en primera instancia a los propios recursos de la empresa, en un proceso bien conocido y necesario de formación permanente y adaptativa. Pero en mayor medida, afectará a clientes y usuarios, tanto por el tipo de producto o servicio que se vende como por la forma en que la empresa se relaciona con sus clientes independientemente del producto o servicio que presta.
Específicamente, los fabricantes o comercializadores de productos deben incorporar en el diseño de los mismos los mayores niveles de ergonomía cognitiva y adaptación al uso de dichos productos de manera que nadie o casi nadie pueda quedar al margen de su uso a causa de desconocimientos tecnológicos básicos. Y esto ha de ser así para garantizar clientes, ventas y beneficios. La evolución de las aplicaciones de posicionamiento geográfico son un ejemplo claro de como se han ido adaptando de manera convergente a un amplio espectro de usuarios que gracias a la integración de voz, imágenes y procesos inteligentes han hecho sencilla su utilización y difusión.
Las adaptaciones necesarias debido a problemas de discapacidad física, por otra parte, deben estar también aseguradas, además de por razones comerciales, por razones legales y éticas, legalidad y ética que podría extenderse en algunos casos a determinados grupos afectados específicamente por el gap tecnológico.
Pero de una importancia fundamental es estudiar y diseñar un interfaz de comunicación empresa-cliente que se adapte a los diferentes colectivos de compradores o usuarios, no solo por el perfil de cliente comprador sino también por la forma en que se comunica con la empresa, de acuerdo a su nivel de conocimientos de las nuevas herramientas tecnológicas.
Hay un último aspecto, pero no de menor importancia, consecuencia directa de la brecha digital. Tiene que ver con la existencia de las libertades individuales y de los derechos ciudadanos en relación al acceso a la información y al ejercicio pleno de esos derechos. En la medida que aparecen nuevos canales de comunicación y nuevas formas posibles de relación y ejercicio de los derechos ciudadanos, los estados y las administraciones deberán velar por garantizar que se den las condiciones para que ello sea posible y actuar de manera efectiva en esa dirección, para no correr el riesgo de que nuevas tecnologías potencialmente liberadoras puedan convertirse en todo lo contrario, no solo por la vía del control y la represión sino especialmente por el de la ignorancia y la exclusión.
Mientras los expertos hablan de la internet de las cosas, existen un gran número de seres humanos que nunca dispondrán de la internet de las personas. Pero existen algunos datos positivos, como constata el informe de la ITU, en las cifras de crecimiento del uso de tecnologías en los países en vías de desarrollo o en el hecho de que cada vez más países incrementan el acceso de estas tecnologías a porcentajes crecientes de su población.
Otros datos provenientes del estudio mencionado del Pew ResearchCenter’s Internet & American Life Project (*) confirman también que el uso de internet móvil crece de manera marcada y sostenida entre la población de más edad, aunque no tanto como el rango de edad de mayor crecimiento entre 25 y 40 años.
El abismo puede rellenarse o al menos pueden tenderse puentes sobre él, con cierta esperanza.

(*) Los interesados pueden consultar la página Aging Online, dedicada al uso de las nuevas tecnologías entre la gente mayor. Una página de puro marketing, pese a lo que pueda parecer.
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