La demografía es destino

Las ciencias sociales componen un complejo y siempre atractivo caleidoscopio de conocimientos cuya materia base es el propio ser humano desde su naturaleza social. Economía, sociología, geografía, política o antropología aparecen como facetas de un valioso diamante -nosotros mismos- cuyo hilo conductor, la disciplina madre, es la Historia, que describe todas las cosas que sucedieron y acontecen al ser humano.

Sin embargo, si hay una disciplina que explica el hecho humano con total objetividad en sus eventos, relaciones y sucesos, esta no es la historia, sino otra mucho más próxima y evidente y que a menudo pasa desapercibida: la demografía.

Piramide población España 2015

 

En efecto, la demografía (*) -el estudio cuantitativo de la población y sus dinámicas- muestra no solo como es la sociedad en la que vivimos sino también cuál son los cambios que afectan a esa población, las causas que explican esos cambios y las previsibles consecuencias por venir.

La herramienta básica para conocer una población, su fotografía, es el censo de habitantes. Si alguien cree que el censo es una molestia que sólo ocurre cada 5 años, debería tener en cuenta que la Navidad y lo que eso origina en nuestras vidas, proviene de un remoto censo ocurrido en Palestina hace más de dos mil años. Y seguramente el principio de la hacienda pública. Por cierto, según el INE en 2015 éramos aproximadamente 46 millones y medio de habitantes, un buen puñado menos menos que el máximo histórico alcanzado en 2011 de 47.190.493 habitantes.

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Y si el censo es la foto, la pirámide de población sería la película, otra herramienta tan valiosa como la anterior porque es justamente el retrato en movimiento de nuestra sociedad.

Ya deben saber que la demografía española ha cambiado de un tiempo a esta parte. Ya teníamos una estructura poblacional alterada como resultado de la guerra civil y la posguerra primero y de la época expansiva de los 60 y 70 después, de manera que la pirámide de población española se asemejaba más bien a la figura de un tonel, con un poco de abultamiento central y una base reducida.

De manera similar a otros países europeos, en esta segunda década del siglo XXI la pirámide tiene ya forma de árbol, con la parte alta más ancha y la base estrechándose hacia el suelo. Si animáramos en el tiempo el gráfico de la pirámide de población, apreciaríamos algo parecido a una explosión nuclear, donde el hongo de la época del babyboom sigue subiendo hacia arriba. Una imagen poco equilibrada y algo amenazante (**).

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Las previsiones del INE reflejan una ligera pero constante contracción de la población española para las próximas décadas. Independientemente del efecto de la crisis, las cifras detrás de los nacimientos -matrimonios, número de hijos, edad de maternidad- ya mostraban una contracción acusada desde los años 80, como resultado de los importantes cambios en la vida de los españoles producidos en esos años.

La realidad detrás de estas cifras es conocida pero no del todo. En pocos años tendremos una población envejecida, con una edad media de 50 años para 2030 y tendremos problemas para que más de dos tercios pasivos de la población sean mantenidos por una exigua población activa, de no mediar un cambio radical en la forma en que producimos y repartimos lo producido. Cada vez la proporción de jóvenes es menor y la emigración concentrada en ese segmento de la población acrecienta el desequilibrio. 

Tendremos que revisar y luchar por lo que significan las grandes palabras: la igualdad, la justicia social, el derecho a una vida digna, la igualdad de oportunidades, la solidaridad. Y decidir si preferimos meter la cabeza en un agujero e ignorar la realidad o afrontamos los hechos buscando la mejor solución posible, decidir si nuestra acción o inacción favorece los derechos del capital o los de las personas, manteniendo la coherencia de una sociedad libre y justa.

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Habrá que ver cómo choca este desequilibrio demográfico con otro que viene de fuera de nuestras fronteras y que paradójicamente, podría ser una solución o al menos un remedio para el primer problema, pero que supondrá un choque cultural y social del que apenas hemos visto ya un avance en estos últimos años.

Y finalmente, podríamos reflexionar acerca de cómo las tendencias demográficas explican muchos de los detalles diarios de nuestro presente. Por ejemplo, el hecho de que ninguna fuerza política haya podido obtener mayoría para formar gobierno y de que tengamos el parlamento más heterogéneo de la historia de la democracia contemporánea lo que ha ocasionado el hecho insólito de tener que repetir las elecciones.

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La aparición de los nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos, tiene una explicación claramente demográfica. Sus votantes tienen un promedio de edad inferior a los de los partidos tradicionales y esto demuestra una ruptura demográfica muy importante. Salvo eventuales cataclismos, los partidos tradicionales no desaparecerán porque su población respaldo es muy numerosa todavía, pero ese apoyo irá decreciendo al ritmo que nuevas formaciones irán integrando las aspiraciones de las generaciones de menor edad.

A los mayores no les gusta el rechazo de muchos jóvenes a las cosas buenas que trajo la transición. No entienden que hoy esas mismas cosas excluyen a una juventud que las percibe como más viejas que buenas. Especialmente los excluye del trabajo y de la esperanza de progreso que durante tantos años asumimos como segura. Ya ven, en esta pirámide demográfica, que ahora es un árbol, las ramas se extrañan de que el tronco esté abajo y no tenga hojas.

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«El destino es el que baraja las cartas,
pero somos nosotros quienes las jugamos».

Arthur Schopenhauer

 

Un extracto de este artículo fue publicado en el número de ABRIL de la revista en papel PLAZA.


(*) La demografía es destino («Demography is destiny”) es una frase acuñada por Ben Wattenberg and Richard M. Scammon en su libro The Real Majority: An Extraordinary Examination of the American Electorate (1970). Los autores reescribieron la famosa frase «El carácter es destino», del filósofo Heráclito (535-475 AC). Su objetivo era explicativo acerca del funcionamiento político en una democracia moderna, al querer significar que la demografía de una población indica que partido político controlará una circunscripción determinada. 

La frase ha sido atribuida repetidamente al filósofo francés Auguste Comte (1798-1857) desde hace pocas décadas. Sin embargo, no se conoce ningún texto de Comte con estas palabras y además tal cosa no parece posible porque el término demografía fue citado por primera vez en una obra escrita en 1880. La frase, u otra similar, pudo haber sido empleada por Comte o por otros autores, pero la atribución correcta del autor y el objeto de su empleo es el que explica el párrafo anterior.

(**) Recomiendo echar un vistazo a los gráficos animados que prepara y recoge Aron Strandberg (@aronstrandberg ) y que permiten visualizar gráficos animados de variables demográficas, proyecciones y estadísticas, todas ellas de gran interés.

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¿Puede haber marketing público que no sea marketing político?

Tiene el marketing un número casi infinito de apellidos y calificativos, algunos exóticos, otros de temporada, unos cuantos fundamentados. Pero si algo tiene de definitorio el marketing, el que es, no el que se nos antoja que sea, es su vocación de mercado, de conectar clientes con la empresa con un objetivo transaccional, de compra y venta de un producto o servicio. Y todo ello por la causa última: el beneficio ¿Puede haber por tanto un marketing que no tenga por objeto la venta o el mercado y en última instancia la cuenta de explotación?

En principio sí, siempre que por mercado o transacción no entendamos necesariamente un lugar o una operación que sea simplemente un intercambio monetario a cambio de un producto o servicio. En la medida que el concepto de mercado sea amplio y flexible, así lo será el marketing. Podemos considerar entonces que toda acción que movilice recursos de una empresa u organización y se dirija a un público al que determinará una determinada conducta, será marketing.

«Determinada conducta» es un subterfugio para equiparar el consumo que se plasma en ventas con el consumo dirigido a alinearse con la estrategia de la empresa u organización. El marketing público supone también un beneficio, que por analogía con el marketing sin apellidos, será un beneficio público y no privado. Como los expertos que tocaban el tema sabían que todo esto era un lío, se ha venido denominando con un nombre tan amplio como explicativo: marketing público y comunicación institucional. Ahí cabe casi todo.

El sabio del marketing, Philip Kotler, denominó a esto que llamamos público, como Social Marketing y no Public Marketing denominación más usada en el viejo continente. El término social media no existía en aquel tiempo o tenía otro significado. Social marketing significa hoy todavía marketing del sector público, de la política social, de  las administraciones pero también de las organizaciones no gubernamentales y algo más. Importante recalcar que su enfoque no es tanto la titularidad de quien realiza el marketing sino su objeto y de ahí el acierto de denominarlo social. Da igual que esa actividad social sea llevada a cabo por un estado, un ayuntamiento, una ONG o -incluso- una empresa privada ya que es el objetivo del marketing lo que determina su apellido en este caso y no la naturaleza del agente ejecutor.

El marketing público busca captar percepciones e inducir conductas, igual que el privado y su beneficio será monetario de manera indirecta, pero lo será. La mejora de la sanidad de la población por un menor consumo de tabaco, la reducción de accidentes de tráfico, la adopción de conductas medioambientales responsables, la disminución del riesgo de incendios forestales, la dotación de reservas suficientes de sangre para urgencias hospitalarias… todos estos objetivos buscan una mejora de la vida de los ciudadanos pero indirectamente todas consiguen también un retorno monetario, difícilmente cuantificable en algunos casos, pero claramente constatable.

De todos modos, tenga o no retorno, sea quien sea quien lleve adelante el marketing público, siempre debe suponer un plan de modificación de conductas de los ciudadanos. Y surge una pregunta clave: ¿quien dicta ese marketing? Una empresa se organiza en torno a la cuenta de pérdidas y ganancias, tiene un presidente y un director general y un director de marketing, con funciones claras como quiera que se llamen: en su ámbito de poder, ellos mandan y toman las decisiones. En lo público, exactamente igual. La cuestión es que en lo público, al menos en los países modernos y civilizados, la administración conoce dos cuerpos de dirección y gestión bien diferentes: los servidores públicos, los profesionales, que se mantienen en sus responsabilidades más o menos al margen de los vaivenes políticos y los políticos, los que de verdad mandan, que utilizan a los anteriores para la consecución de objetivos políticos, que si todo se ha hecho bien, habrán sido refrendados por los ciudadanos mediante un proceso electoral.

Y aquí introducimos otro marketing, el segundo del título: el marketing político. Por si hay algún despistado, lo definimos rápidamente: el dirigido a cumplir objetivos de políticos, sean personas, grupos o partidos.

Como aparecía en la magistral serie británica Yes, (Prime) Minister los dos grupos de servidores públicos que hemos visto se dividen en perros y gatos: los perros, como el asesor y asistente personal del ministro, son fieles al amo y le acompañan allá donde vaya mientras los gatos, como el peculiar personaje del Permanent Secretary of the Home Civil Service, son los «felinos» funcionarios, fieles al sitio, conocedores del funcionamiento de las cosas y que deben convivir con los amos a los que a cambio de soportar, obtienen justificación a su trabajo.

Se plantea por tanto si es posible realizar un marketing público, de lo público, hacia el público, para el público que no incorpore unas altas dosis, cuando no una total identidad con el marketing político. Es evidente que la administración está dirigida por un grupo de políticos que en cada nivel de poder gestiona recursos colectivos para cumplir sus objetivos. Pero muchas parcelas de la administración, especialmente aquellas que tratan de inducir conductas en los ciudadanos como veíamos en los ejemplos anteriores, no responden tanto a un esquema político coyuntural sino a un servicio público integral, dirija quien dirija la administración. No hay bomberos o policías republicanos o demócratas, ni notarios o registradores conservadores o laboristas. El corpus político intenta que la inducción de conductas en los ciudadanos se convierta, marketing puro, en un consumo futuro que, en vez de compraventa, tendrá la forma de voto, de acuerdo a las leyes y a sus principios. El corpus burocrático vela por cumplir profesionalmente la misión para la que trabajan y el objetivo de su marketing será, como veíamos antes, la mejora de la vida de sus conciudadanos, de acuerdo a las leyes y a sus principios.

Podemos por tanto pensar el marketing público como un reto, en el que la confusión entre lo público y lo político debe ser clarificada del modo más riguroso posible. Es lícito y lógico que un político obtenga rendimientos electorales por su buen hacer, pero no lo es que utilice recursos públicos para desarrollar el marketing dirigido a ese objetivo, que es propio y natural de su organización política «privada». Y este último adjetivo es la clave para eliminar la confusión. Porque por muchos clientes que pueda tener una empresa, por muy hegemónica que resulte en un mercado determinado o por muchos millones de accionistas que compartan su propiedad, la empresa sigue siendo privada, no pública. Y así será su marketing, en consecuencia.

En España existe un marco legal que sobre el papel deja clara esta situación. Al ámbito general que establece la Ley de Contratos del Sector Público, regulada por el Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de dicha ley, se añade la Ley 29/2005, de 29 de diciembre, de Publicidad y Comunicación Institucional que regula la actividad promocional y publicitaria de las administraciones públicas y que explícitamente excluye «toda campaña que tenga como finalidad destacar los logros de gestión o los objetivos alcanzados» (artículo 4). Por tanto, en teoría, las leyes  (las estatales y las de determinadas comunidades autónomas) solo permiten a las administraciones la utilización de gasto público publicitario dirigido a la comercialización de bienes o servicios -al margen de esta ley- o a las de información y sensibilización mediante la difusión de un mensaje u objetivo mediante campañas de publicidad o de comunicación (artículos 2 y 3). Y nada más.

Con idéntico objetivo de salvaguarda y de separación de lo político y lo público, la Ley Orgánica 2/2011, de 28 de enero, por la que se modifica el Régimen Electoral General, restringe la publicidad y propaganda que pueda ser utilizada electoralmente, en términos temporales y cualitativos (artículo 50, apartados 2 y 3). Estas limitaciones, como las de la Ley 29/2005 no se refieren solo a publicidad, sino a cualquier actividad  «que contenga alusiones a las realizaciones o a los logros obtenidos, o que utilice imágenes o expresiones coincidentes o similares a las utilizadas en sus propias campañas por alguna de las entidades políticas o concurrentes» así como «cualquier acto de inauguración de obras o servicios públicos o proyectos de éstos, cualquiera que sea la denominación utilizada». Marketing entonces.

Leyes aparte y por analogía, hay que recordar que, con carácter universal en toda democracia, es el ciudadano-cliente o con más precisión el contribuyente-cliente quien compra la gestión de determinado político o grupo político, que representa el papel de la empresa vendedora. Por tanto, no sería  de recibo que la empresa que presta el servicio utilizara para sus propios fines los recursos del cliente. Por la misma razón que no nos gustaría ver a la familia del fontanero instalada en nuestra casa preguntando si vamos a rellenar la nevera o al director de nuestra oficina bancaria utilizando nuestro automóvil sin nuestro permiso ni conocimiento. Son cosas que no se dan, que solo de imaginar se revelan absurdas o ridículas y que sin embargo, en el ámbito del marketing público, suceden de vez en cuando e incluso resulta difícil en ocasiones de detectar o evidenciar. Porque el marketing de lo político es conveniente y necesario y ambas cosas se manifiestan el mismo día de las consultas electorales. Pero el marketing de lo público está para otra cosa: para el servicio y la acción pública, al dictado de las leyes. Que para eso están.

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