El tiempo tanto como el dinero

Un estudio encuentra un valor diferente en el patrón clásico que relaciona la edad de las personas con su pauta de consumo.

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Los economistas y los sociólogos suelen considerar -aplicando el antiguo y constante principio de ceteris paribus (1)– que a igualdad de renta disponible, la cantidad que los consumidores gastan efectivamente tiene una relación directa con la edad. Es esta una hipótesis que ha sido contrastada durante décadas y un conocimiento teórico y práctico que ha sido utilizado con carácter genérico tanto en estudios de población, de marketing o política económica.

La función clásica de gasto asociado a la edad se describe como una función creciente que alcanza una meseta máxima hacia la mediana edad (2) y luego declina conforme se acerca o profundiza la edad de jubilación. El gráfico que dibuja esta función es lo que los economistas llaman «la joroba» en la evolución del gasto a lo largo de la vida. Esta joroba es como una mina de oro que que significa la oportunidad de unas mayores ventas y por ello concentra una mayor intensidad de las acciones de marketing..

Al margen de considerar la claúsula de ceteris paribus, intuitivamente todos entendemos que el impacto de unos ingresos crecientes hasta la madurez profesional generan un incremento de gasto proporcional, del mismo modo que la expectativa de ingresos menores en la jubilación nos vuelve más conservadores -al menos en el plano financiero- y produce un efecto de reducción de gastos superfluos incluso en los años anteriores a que suceda dicha jubilación.

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Sin embargo, un reciente estudio pondría esta hipótesis en revisión y apuntaría a otra consideración tan diferente como fundamentada, dando relevancia al aspecto cualitativo.

Según recoge The Economist en su edición del 8 de agosto, un reciente artículo (3) de Mark Aguiar de la universidad de Princeton y Erik Hurst de la universidad de Chicago postula que nuestra comprensión de la evolución del gasto según el ciclo vital habría omitido una variable fundamental.

La revisión de la Consumer Expenditure Survey en el periodo 1980-2003 por parte de los autores avala que la pauta de consumo cumple con el gráfico clásico en forma de joroba, con un pico de gasto máximo hacia la mediana edad a un nivel un 25% mayor que a los 25 o 65. Esto se cumple así para bienes de consumo no duradero: alimentación, bebidas, ropa. ¿Ocurre igual con el resto de bienes de consumo?

Y aquí aparece la primera clave: el gasto en el conjunto de bienes no duraderos no decae, en realidad aumenta. Pero determinados tipos de bienes no duraderos sí que disminuyen y lo hacen con fuerza: alimentación, transporte y cuidado personal, que incluye la ropa. Y esto falseaba un dato que en realidad tenía algo de creencia. Porque lo importante no era la cantidad sino la calidad.

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La explicación para Aguiar y Hurst es que no se había hecho suficiente hincapié en el aspecto cualitativo que viene dictado por los cambios en los estilos de vida como consecuencia de los cambios en la edad, más que en cuestiones de expectativas financieras. Las personas mayores de 60 o menores de 25 gastan menos en transporte y en ropa, mientras que ese tipo de gasto corresponde con gastos intensivos en la mediana edad, por motivos profesionales o personales.

El argumento final sugerido por los autores tiene relación con el coste de oportunidad (4) en relación al tiempo disponible que varía con la edad. Ese tiempo libre disponible diferente determina que la compra de determinados bienes o servicios sea cara o barata en función de dicho tiempo, que no ha de ser necesariamente mayor, sino distinto.

La conclusión es tan sorprendente como extrañamente familiar: el tiempo debería incorporarse de alguna manera a los activos patrimoniales de las personas -aquello de «Time is Money«- ya que es la riqueza de tiempo, en forma de utilidad, lo que modifica las pautas de consumo tanto o más que la riqueza financiera. Un bonito concepto, el valor del tiempo como valor de su utilidad, un viejo concepto de la microeconomía.

Y por esto los autores reclaman que las estadísticas públicas incorporen datos acerca de como se gasta el tiempo, para especificar mejor los perfiles de los consumidores.

Puede pensarse en diferentes caminos para aprovechar esta nueva aproximación a los comportamientos del consumidor. Aunque el enfoque en función de la edad es materia básica de cualquier marketing de bienes o servicios, debería intensificarse su investigación acerca de como se produce ese cambio efectivo en el estilo de vida de las personas conforme cumplen años. El valor efectivo de los estudios cuantitativos para detectar estos cambios y tendencias sigue ahí y se reconoce, adicionado a sus coordenadas temporales y sociales.

Pero es seguro que a través de un detallado análisis cualitativo de datos demográficos y económicos es posible determinar colectivos y comportamientos que describan perfiles de personas definidos, además de por su capacidad de compra, por la evolución a lo largo de su personal ciclo de vida y en cómo adaptan su cálculo de costes de oportunidad de sus consumos e inversiones a sus necesidades y querencias.

Porque como escribió Jorge Luis Borges en su poema El amenazado:

«Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.»

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(1) Ceteris paribus = las demás cosas igual, permaneciendo el resto constante. Locución latina utilizada cuando se analiza un sistema con múltiples variables que se mantienen constantes menos la que se analiza. Es una fórmula de análisis muy utilizada en modelos económicos y la generalización de su uso en esta disciplina se debe en gran medida al economista inglés Alfred Marshall.

(2) El término «mediana edad», tal y como está usado en el artículo (middle age), suele hacer referencia al periodo de edad del ser humano entre 40 y 60 años, aunque otros lo ubican entre 45 y 65 o entre 35 y 54. En otros casos se define simplemente como el intervalo entre la juventud y la vejez. La ambigüedad del término no solo depende del autor o el uso sino que en realidad depende también de la sociedad de la que se hable o del tiempo histórico considerado. Entendemos ese intervalo, a efectos prácticos, para un individuo medio de una sociedad desarrollada actual.

(3) Aguiar, M. and Hurst, E. (2013) “Deconstructing Life Cycle Expenditure”
 Journal of Political Economy, Vol. 121, No. 3, pp. 437-492.

(4) El coste de oportunidad es un concepto muy usado por los economistas para referirse, en el ámbito de una inversión, al coste de renunciar a la mejor inversión alternativa disponible. Fue acuñado por el economista alemán Friedrich von Wieser (1914). El ejemplo más clásico es la alternativa entre cañones o mantequilla. Aparte de consideraciones estratégicas no económicas, el coste de oportunidad de dedicar recursos a cañones o mantequilla es el rendimiento de la opción que perdemos al decidir dedicar los recursos a la otra opción.

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Sentir asombro cambia la percepción del tiempo y de nosotros mismos

Emocionarse ante un himno, o un homenaje público, llorar en un funeral o una boda, pasmarse ante un paisaje excepcional o sentir erizarse el vello ante una experiencia increíble es algo que todos hemos experimentado o hemos visto lo fácil que resulta cuando se dan las circunstancias adecuadas. El marketing y especialmente la publicidad, a la busca de conectar con las emociones del consumidor, ha tratado a menudo de encontrar la piedra filosofal de la comunicación emocional y la inducción de conductas.

Pertenece a la categoría de leyenda urbana la utilización de mensajes subliminales (*) en los anuncios, pero podemos ver y oir a diario infinidad de imágenes, spots y cuñas de radio en los que se despliega todo tipo de conectores emocionales de gran potencia: niños que juegan, niños que comen, niños que ríen… niños en general, gente que llora, gente que sufre, gente que despierta el deseo, gente que es puro deseo, la forma de canalizar la ambición y la codicia… y todos los demás deseos. Todos los deseos que los creativos son capaces de plasmar en fotografías, dibujos, videos, sonidos, todos ellos, buscan conectar directamente con el consumidor, saltar todos sus filtros conscientes -o aprovecharlos en su favor- y activar la palanca del consumo o de la acción, escondidos en el interior de la mente.

¿Existen de verdad este tipo de mensajes? ¿Es posible aprender a desarrollar una comunicación que tenga la capacidad de hablar directamente a las emociones? Hay indicios de que sí. Según un estudio llevado a cabo por psicólogos de la Universidad de Stanford y de la Universidad de Minnesota, uno de los instrumentos capaces de conectar directamente con el cerebro irracional podría ser una de las emociones básicas del hombre: el asombro.

El estudio de referencia, que han liderado las psicólogas Melanie Rudd y Jennifer Aaker, ha encontrado a través de tres experimentos diferentes que la sensación de asombro (awe) modificó la percepción de los sujetos estudiados haciendo que sintieran como si el tiempo se extendiera y cambiando aspectos de conducta de los mismos, haciéndolos más pacientes, menos materialistas y más dispuestos a ofrecer voluntariamente su tiempo para ayudar a otros.

La sensación de asombro es una mezcla de admiración y temor que en función de su intensidad puede condicionar una respuesta fuertemente emocional. Resumidamente, según esta investigación, la exposición a cosas asombrosas, extraordinarias o increíbles altera la percepción del tiempo, incrementa el bienestar y nos hace mejores personas. Al menos, considerando positivamente el altruismo. Este efecto del asombro en la percepción y el bienestar que induce puede quizás explicarse por el deseo subjetivo de frenar el tiempo y, a la vez, por conectar con valores profundos del subconsciente. Esto trae como consecuencia una influencia directa en nuestras decisiones, se desbloquean frenos inconscientes y la vida se siente más satisfactoria.

¿Qué situaciones concretas pueden desencadenar este efecto? La reacción más significativa parece lograrse cuando las personas se presentan ante nuevas experiencias que generan admiración o fascinación. Si bien revivir anteriores eventos impresionantes o leer acerca de ellos tiene algún efecto positivo, estar ahí en el momento en que las cosas suceden por primera vez produce efectos más relevantes. Hay cosas y asuntos que parecen suscitar con mayor frecuencia experiencias asombrosas o impresionantes, por ejemplo la observación de la naturaleza, la audición de música o el disfrute de las obras artísticas así como la observación de los éxitos de otros.

La doctora Rudd especifica dos propiedades necesarias para considerar una experiencia verdaderamente «asombrosa»:

– Una es la intensidad perceptiva, percibir algo como grande en número, tamaño, alcance, complejidad, o culturalmente sensitivo.
– Por otro lado esta la necesidad de adaptar el pensamiento, las ideas o las estructuras mentales a fin de comprender lo percibido que te rodea.

En realidad, esto es conocido y utilizado desde que la humanidad piensa sobre sí misma. ¿Por qué si no el uso de fanfarrias y tambores de guerra? El momento crucial previo a la batalla resulta suficientemente excepcional para modificar la conducta de sus participantes. La ayuda de una buena arenga que alcance directamente los recursos emocionales de los soldados y el refuerzo de la música vibrante de los tambores y las trompetas, aporta el suficiente nivel de intensidad perceptiva, de sentirse mejor -y poderoso- y del adecuado altruismo necesario en el valor y la entrega del combate. No en vano decía Homero hace ya casi 30 siglos que:

«La música noble y viril tonifica el espíritu, fortalece a quien titubea y le anima a acometer grandes y admirables hazañas.»

Claro que es más recomendable tumbarse en una pradera y mirar el cielo estrellado en una noche tranquila de verano: la visión es realmente fascinante.

El estudio, «Awe Expands People’s Perception of Time, Alters Decision Making, and Enhances Well-Being, va a ser publicado a finales de este año en la revista Psychological Science, de la Association for Psychological Science de Estados Unidos.

(*) La publicidad subliminal está considerada ilegal en muchas legislaciones, ente ellas la española, de acuerdo a la Ley 34/1988, General de publicidad, de 11 de noviembre de 1988 (y sus añadidos posteriores de 2002, 2004 y 2009), en su artículo 3 califica de «ilícita» la publicidad subliminal, que define en su artículo 7 de esta manera:

«A los efectos de esta Ley, será publicidad subliminal la que mediante técnicas de producción de estímulos de intensidades fronterizas con los umbrales de los sentidos o análogas, pueda actuar sobre el público destinatario sin ser conscientemente percibida».