La precaria clase media

Existe la creencia generalizada de que la clase media está en peligro. Se piensa que la crisis la ha empobrecido y mermado sus filas, lo que lleva a un peligroso adelgazamiento del fulcro de la estabilidad económica y política de la sociedad. Pero ¿de qué hablamos cuando decimos «clase media»?

Permítanme que aclare las cosas desde el principio. La clase media no existe y en realidad no ha existido nunca. La media es una posición central estadística, por frecuencia u ordenación, en la distribución de una muestra. Tiene un valor aritmético exacto y sirve para conocer muchas cosas, pero no para entender la sociedad: un pollo quemado por un lado y crudo por el otro, de media, está en su punto.

En el pasado existían tres estamentos: la nobleza, el clero y los representantes de las ciudades, los burgueses. Esto venía de antiguo y el esquema de estas tres clases se puede reconocer con toda claridad en las piezas del ajedrez. La agregación del cuarto estado, el pueblo -los peones- más el injusto desequilibrio social del antiguo régimen, dió origen a una era turbulenta de revoluciones y a la eclosión del estado liberal moderno que hoy defendemos en occidente.

 

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Una clase social no es la posición que se ocupa en una lista ordenada de ingresos, sino que responde al papel que un colectivo con características e intereses comunes tiene en la sociedad. Especialmente el rol relacionado con la posesión de los bienes y las relaciones sociales establecidas según la manera de ganarse la vida. Quién es el armador de un barco, quién su capitán y quién friega la cubierta, si me admiten esta simple pero explicativa figura retórica.

A lo largo de la historia y en función de los recursos disponibles y del estado de la tecnología de cada época, el modo de producción ha determinado lo que se producía, cómo se producía y sobre todo, cómo se repartía lo producido.

Los modos de producción anteriores al s.XIX, eran básicamente agrícolas y extractivos, con una clara distinción entre propietarios y no propietarios, con la adición de la nobleza, el clero, comerciantes y artesanos. La revolución industrial trajo las fábricas y la clase obrera y se multiplicaron otros empleos de servicios que componían el complejo social de la época que era ya casi la nuestra.

 

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Marx definió la lucha de clases como el motor de la historia, pero este motor fue sustituido a mitad del siglo XX en Europa por otro más moderno y eficiente que evitaba el conflicto y beneficiaba a todos. El mecanismo de este nuevo sistema se basaba en que la clase trabajadora tomara una parte más grande del pastel y así aumentara su capacidad de comprar cosas. Para satisfacer esta demanda, la producción de las empresas creció y por tanto sus  beneficios e inversiones, lo que generó un círculo virtuoso de prosperidad: los que compraban eran más y con mayor capacidad de compra y los que vendían, generaban mayor volumen de negocio y más beneficios.

En el reino del producto-consumo, el mago blanco Keynes resultó vencedor y la economía floreció al tiempo que los cambios en la tecnología y el comercio proporcionaban mayores incrementos de riqueza para todos. Un espejismo que hizo creer a los asalariados que no eran la parte inferior de la sociedad. No eran ricos ni pobres, tenían coche e hipoteca, eran clase media.

Pero la crisis, como todas las crisis, vino a revelar la verdad y esa era que el emperador no iba vestido. En la era postindustrial y digital, la base de todo volvía a ser la misma vieja cuestión de quién decidía cómo cazar el mamut y, sobre todo, cómo repartirlo. En forma de impuestos y deducciones, preferentes o recortes.

 

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La víctima de la crisis financiera causada por la especulación financiera fue la economía productiva y el modelo de crecimiento virtuoso se puso patas arriba. Y el statu quo inventó palabras para disimular el conflicto social que regresa: autoempleo en vez de paro, economía colaborativa por economía sumergida, oportunidades en el exterior y no emigración forzosa.

Quizás es el momento de dejar de hablar de una clase media que nunca existió y de ser conscientes de la clase social más amplia: el precariado. Esa a la que pertenecen, entre otros, los desempleados, los jóvenes contratados por horas, los autónomos a la fuerza o los asalariados en permanente estado de amenaza laboral.

 

*** Dibujos del genial dibujante, humorista y sabio  Joaquín Salvador Lavado Tejón «QUINO».

 

 

Extracto del artículo publicado en el número de febrero de 2016 de la revista PLAZA.

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